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Libro para el Maestro
A N E X O 5
mis hijos”, cuenta Heriberto. “A veces nos ama-
necíamos con las amistades”.
Todo cambió el 31 julio de 1998, cuando Juan
Carlos se fue al norte.
“Yo tenía la idea de irme y ganar unos centavos,
pero él me decía: “mira, mejor me voy yo que
estoy nuevo y aguanto más”, recuerda Heriberto.
“No estaba muy convencido pero lo dejé ir”.
Juan Carlos tardó un periodo de 15 días en llegar
a la ciudad de Nueva York, donde lo esperaba un
antiguo compañero de la escuela secundaria que
le consiguió trabajo en una tintorería. Luego se
fueron sus hermanos, la esposa de Juan Manuel
y Teresa, la novia de Juan Carlos.
Heriberto y Amalia se quedaron solos. “No tene-
mos más familia aquí, todos están en Veracruz.”
–Y ahora sus hijos sí querían venir.
–Creíamos que a lo mejor podrían –dice Ama-
lia–. Pero ya ve, con eso de los terroristas, se
puso más difícil.
La familia Hernández Bonola es originaria de
Playa Vicente, un pueblo cercano a Coatzacoal-
cos, Veracruz.
Hace 25 años emigró a la capital, donde vivió en
San Juan Ixhuatepec, hasta 1984, cuando la ex-
plosión de las gaseras la ahuyentó. Se mudó a
Chalco, donde “no había nada, ni luz, ni agua, ni
drenaje”, recuerda Amalia. La familia vivía en un
par de cuartos de tabique.
Heriberto vendía cloro a domicilio, pero el dine-
ro no era suficiente.
Por eso pensaba en irse al norte. “Pero ya ve, me-
jor se fueron los muchachos”.
Carlos y Javier viven en Nueva York, mientras
que José Manuel y su esposa radican en Carolina
del Norte, donde nació el menor de sus tres hijos.
Los primeros no tienen familia, aunque viven en
unión libre con sus parejas.
Es algo que no tiene muy contenta a doña Amalia.
“Ya les dije que cuando regresen se tienen que
casar, porque así no pueden vivir. Nosotros no
somos casados, y una vez, hace años, le pidieron
a Juan Carlos en la prepa el acta de matrimonio,
y como no la teníamos se enojó mucho. Por eso
les dijimos: para que no les hagan lo mismo sus
hijos, ustedes sí se van a casar.
–Oiga doña Amalia, ¿y sí quieren casarse?
–No. Pero ya veremos.
Para Amalia y Heriberto la migración de sus hijos
les mejoró un poco su vida.
Con las primeras remesas construyeron una bar-
da de piedra al frente de la casa, que durante 20
años estuvo sin protección alguna.
Luego pusieron una pequeña tienda de abarrotes
donde venden sobre todo refrescos y dulces. Y
después empezaron a construir dos habitaciones
más que harán las veces de sala y cocina. No las
han terminado porque a don Heriberto se le ocu-
rrió una idea.
“Yo veía que los dueños de tortillerías tenían co-
ches, casas grandes, se vestían con buena ropa y
comían bien. Entonces me dieron ganas de po-
ner un negocio. Hablé con mis hijos y me dije-
ron: ‘si quieres, órale’”.
Heriberto consiguió una tortilladora usada que
paga con la ayuda de sus hijos. Luego rentó un
local cerca de la autopista a Puebla y en abril
arrancó su empresa.
No le ha ido tan bien como esperaba, pues la
máquina se descompuso dos veces. La última,
antes de Navidad.
“Estaba sacando las tortillas chuecas porque los
comales rozan unos con otros, pero ya la desar-
mé toda para ver qué tiene”.
–¿Y usted sabe cómo repararla?
–No, pero pos me aviento.
Finalmente, la máquina no se reparó a tiempo. Y
Heriberto no quiso echar mano del dinero que le
guarda a sus hijos porque no quiere que, al vol-
ver, se encuentren con las manos vacías. Por eso
tampoco han terminado de construir su casa,
que sigue con piso de tierra, sin puertas, enjarre
ni pintura.