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Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El
sol resplandecía. La mamá pata se acercó al
foso con toda su familia y saltó al agua.
—¡Cuac, cuac! —llamaba. Y uno tras otro
los patitos se fueron lanzando tras ella.
El agua cubría sus cabezas, pero
enseguida resurgían magníficamente.
Movían sus patas sin el menor esfuerzo.
De inmediato todos estuvieron flotando en
el agua. Hasta el Patito Feo y gris nadaba
con los otros.
—Fíjense en la elegancia con que
nada, y en lo derecho que se mantiene.
Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y
si uno lo mira bien, se da cuenta enseguida
de que es realmente muy guapo. ¡Cuac,
cuac!
Vamos, vengan conmigo y déjenme
enseñarles el mundo y presentarlos al
corral entero —dijo la pata.
—¡Vean! ¡Así anda el mundo! ¿Qué pasa con esas
piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita
reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más
fina de todos nosotros. Fíjense en que lleva una cinta
roja atada a una pierna: es la más alta distinción que se
puede alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa
en deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los
animales y los hombres. Eso es. Hagan una reverencia y
digan ¡cuac!
Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban
allí los miraron con desprecio y exclamaron en voz alta:
—¡Vaya! ¡Como si no fuésemos bastantes! Ahora
tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!…
¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo.