SECUENCIA 11
36
instante solo; de noche, despertaba 
hora a hora de los más horrorosos 
sueños, 
para 
sentir 
el 
ardiente 
aliento de 
la cosa
en mi rostro y su 
terrible peso —pesadilla encarnada 
de la que no me era posible des-
prenderme— apoyado eternamen-
te sobre 
mi corazón
. 
Bajo el agobio de tormentos se-
mejantes, sucumbió en mí lo poco 
que me quedaba de bueno. Sólo los 
malos pensamientos disfrutaban ya 
de mi intimidad; los más tenebrosos, 
los más perversos pensamientos. La 
melancolía habitual de mi humor 
creció hasta convertirse en aborreci-
miento de todo lo que me rodeaba y 
de la entera humanidad; y mi pobre 
mujer, que de nada se quejaba, llegó a 
ser la habitual y paciente víctima de 
los repentinos y frecuentes arrebatos 
de ciega cólera a que me abandonaba. 
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me 
acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra po-
breza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras 
bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirar-
me cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. 
Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los 
pueriles
temores que hasta entonces habían detenido mi mano, 
descargué un golpe que hubiera matado instantánea-
mente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de 
mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por 
su intervención a una rabia más que demoníaca, me 
zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin 
un solo quejido, cayó muerta a mis pies. 
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al 
punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el ca-
dáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de 
día como de noche, sin correr el riesgo de que algún 
vecino me observara. Diver-
sos proyectos cruzaron mi 
mente. Por un momento 
pensé 
en 
descuartizar 
el 
cuerpo y quemar los peda-
zos. Luego se me ocurrió 
cavar una tumba en el piso 
del sótano. Pensé también 
si no convenía arrojar el 
cuerpo al pozo del patio o 
meterlo en un cajón, como si se tra-
tara de una mercadería común, y 
llamar a un mozo de cordel para 
que lo retirara de casa. Pero, al fin, di 
con lo que me pareció el mejor ex-
pediente y decidí 
emparedar
el ca-
dáver en el sótano, tal como se dice 
que los monjes de la Edad Media 
emparedaban a sus víctimas. 
El sótano se adaptaba bien a este 
propósito. Sus muros eran de mate-
rial poco resistente y estaban recién 
revocados
con un mortero ordina-
rio, que la humedad de la atmósfera 
no había dejado endurecer. Además, 
en una de las paredes se veía la 
sa-
liencia
de una falsa chimenea, la cual 
había sido rellenada y tratada de ma-
nera semejante al resto del sótano. 
Sin lugar a dudas, sería muy fácil sa-
car los ladrillos en esa parte, introdu-
cir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera 
que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso. 
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente sa-
qué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de 
colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared in-
terna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de 
nuevo la mampostería en su forma original. Después 
de procurarme 
argamasa
, arena y cerda, preparé un 
enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué 
cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la 
tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pa-
red no mostraba la menor señal de haber sido tocada. 
Había barrido hasta el menor fragmento de material 
suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por 
lo menos, no he trabajado en vano”. 
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia 
causante de tanta desgracia, pues al final me había de-
cidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera 
surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, 
pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la 
violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de 
aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible 
describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio 
que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pe-
cho. No se presentó aquella noche, y así, por primera 
vez desde su llegada a la casa, pude 
dormir
profunda y 
tranquilamente, sí, pude dormir, aun con el peso del 
crimen sobre mi alma.
pueriles:
infantiles.
emparedar:
aprisionar 
entre muros.
revocados:
cubiertos.
saliencia: 
saliente, parte 
que sobresale. 
argamasa: 
mezcla usada 
en la construcción.