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Libro para el maestro
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II
ESPAÑOL
Carlos y Javier viven en Nueva York, mientras que
José Manuel y su esposa radican en Carolina del Nor-
te, donde nació el menor de sus tres hijos. Los prime-
ros no tienen familia, aunque viven en unión libre con
sus parejas.
Es algo que no tiene muy contenta a doña Amalia.
“Ya les dije que cuando regresen se tienen que ca-
sar, porque así no pueden vivir. Nosotros no somos
casados, y una vez, hace años, le pidieron a Juan Carlos
en la prepa el acta de matrimonio, y como no la tenía-
mos se enojó mucho. Por eso les dijimos: para que no
les hagan lo mismo sus hijos, ustedes sí se van a casar.
–Oiga doña Amalia, ¿y sí quieren casarse?
–No. Pero ya veremos.
Para Amalia y Heriberto la migración de sus hijos
les mejoró un poco su vida.
Con las primeras remesas construyeron una barda
de piedra al frente de la casa, que durante 20 años es-
tuvo sin protección alguna.
Luego pusieron una pequeña tienda de abarrotes
donde venden sobre todo refrescos y dulces. Y después
empezaron a construir dos habitaciones más que ha-
rán las veces de sala y cocina. No las han terminado
porque a don Heriberto se le ocurrió una idea.
“Yo veía que los dueños de tortillerías tenían co-
ches, casas grandes, se vestían con buena ropa y co-
mían bien. Entonces me dieron ganas de poner un
negocio. Hablé con mis hijos y me dijeron: ‘si quieres,
órale’”.
Heriberto consiguió una tortilladora usada que
paga con la ayuda de sus hijos. Luego rentó un local
cerca de la autopista a Puebla y en abril arrancó su
empresa.
No le ha ido tan bien como esperaba, pues la má-
quina se descompuso dos veces. La última, antes de
Navidad.
“Estaba sacando las tortillas chuecas porque los co-
males rozan unos con otros, pero ya la desarmé toda
para ver qué tiene”.
–¿Y usted sabe cómo repararla?
–No, pero
pos
me aviento.
Finalmente, la máquina no se reparó a tiempo. Y
Heriberto no quiso echar mano del dinero que le guar-
da a sus hijos porque no quiere que, al volver, se en-
cuentren con las manos vacías. Por eso tampoco han
terminado de construir su casa, que sigue con piso de
tierra, sin puertas, enjarre ni pintura.
No lo dice abiertamente, pero en el fondo se trata
de mantener viva la esperanza de su regreso. Por eso
aceptaron pasar una Navidad medio tristona.
Es el precio de la ausencia.
Los que se fueron
Nueva York
.– A pesar de la costumbre, en esta ocasión,
Carlos no se unirá al millón y medio de compatriotas
suyos que viajan de regreso a México para las fiestas
decembrinas.
“Prefiero mandar la feria a mis jefes,
pa’
salir de
broncas”, dice.
En un pequeño apartamento en el sur de El Bronx,
una de las zonas más pobres de Nueva York, donde se
han establecido muchos mexicanos llegados a esta
ciudad durante la última década y media, viven Carlos
y su esposa Teresa Trujillo.
Ellos comparten casa con otros cinco paisanos, tres
de su barrio en el estado de México y dos de Puebla.
Entre una máquina de hacer pesas, la computado-
ra, el estéreo y la cama, estos jóvenes de Chalco plati-
caron con
Masiosare
sobre las razones que les impiden
ir a México.
Hace cinco años, Carlos llegó a Nueva York, como
parte de un visible cambio registrado en el patrón mi-
gratorio de los mexicanos a Estados Unidos, tradicio-
nalmente dirigido a California, Illinois o Texas.