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sacrificio fuera del agrado de Dios, lo
degollaban.
Eso era lo que el gesto quería decir:
un dedo, como un cuchillo, pasando por
el cuello de Caramelo.
Kori lloró desconsoladamente al com-
prenderlo. Sus gritos poco articulados
re-
sonaban en todo el campamento, y hasta
los animales de los corrales miraban hacia
él, en silencio, asustados, intuyendo la
muerte.
La tía, la madre de Kori y las demás
mujeres del barrio se entristecieron y pi-
dieron a Ahmed que no sacrificara al
camello. El pobre hombre se sentía muy
mal. Quería al niño y se compadecía de
él. Todavía buscó en el cielo una señal
que le dijera que no debía sacrificar al
camello, pero no la halló.
Kori lloraba, junto al corral.
Su tío tomó la cabeza del pequeño
sordomudo entre sus manos y dejó que
llorara y llorara, hasta que sus lágrimas
se agotaron y dejó de hipar. Limpió la
saliva que corría por su barbilla y aca-
rició su cabeza. Un hombre saharaui
nunca llora delante de las mujeres y de
los niños; está mal visto, pero Ahmed
también lloró.
Sentó a Kori en sus rodillas y atrajo
su cabeza contra su pecho. Cuando los
sollozos de Kori se fueron espaciando,
lo separó y lo miró a los ojos para que
viera sus lágrimas. Y aún más, tomó la
mano derecha de Kori y la acercó a sus
ojos, dejó que el niño mojara sus dedos
en sus lágrimas para que entendiera
que también a él le dolía lo que había que
hacer. Kori lo entendió y no lloró más.
En los días que siguieron sólo se
separó de su amigo en las horas de la
noche. Dejó de ir a la escuela. Nada más
despertarse, con las primeras luces del
alba, corría al corral y se sentaba frente
a Caramelo, con su cuaderno entre las
manos.
Una tarde, cuando apenas quedaban
dos días para el sacrificio…