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BLOQUE TRES
Tal es la for de los guerreros del país de Persia que han marchado, y por ellos toda la tierra de Asia, su
nodriza, llora con ardiente nostalgia; y sus padres y esposas, contando los días, tiemblan del tiempo que
se demora.
CORO. El ejército del rey, destructor de ciudades, ya, sin duda, a la ribera opuesta del continente vecino,
después de haber atravesado el estrecho de Hele, hija de Atamantis, en baleas atadas con cuerdas de lino,
y lanzado sobre el cuello del mar el yugo de una pasarela tachonada con innumerables clavijas.
El impetuoso señor de la populosa Asia lanza contra toda la tierra un enorme rebaño de hombres por un
doble camino: para los soldados de a pie y los del mar confían en sus fuertes y rudos capitanes, el hijo del
linaje del oro, mortal igual a los dioses.
En
sus ojos brilla la sombría mirada del dragón sanguinario; tiene mil brazos y miles de marinos, e impulsando
su carro sirio conduce un Ares que triunfa con el arco contra guerreros ilustres por la lanza.
Nadie es reputado capaz de hacer frente a este inmenso torrente de hombres y con poderosos diques
contener el invencible oleaje del mar. Irresistible es el ejército de los persas y su valiente pueblo.
Pero ¿qué mortal puede escapar al astuto engaño de un dios? ¿Quién con el ágil pie de un salto Feliz sabría
lanzarse por encima?
Dulce y halagador, Ate atrae al hombre hacia sus redes, y ningún mortal puede esquivarlas y huir. El
destino que los dioses han asignado desde antiguo a los persas les impone la tarea de ocuparse de las
guerras destructoras de torres, de los tumultos, placer de los jinetes, y de las devastaciones de ciudades.
Pero ahora han aprendido en las vastas rutas del mar, grisáceo por el viento impetuoso, a contemplar el
sagrado recinto de las aguas, con±ados en Frágiles cordajes de lino y en ingenios para transportar a los
hombres.
Por ello la angustia lacera mi corazón enlutado. «¡Oh! ¡Ah, el ejército persa!» ¿No es esta la nueva que oirá
mi urbe, la gran ciudad de Susa, vacía de hombres, y la Fortaleza de Cisia tornaría los ecos? «¡Oh!» ¿Es este
el grito que hará resonar una muchedumbre Femenina, mientras desgarra sus vestidos de lino?
Pues todo un pueblo de jinetes y de infantes ha dejado el país, como un enjambre de abejas, con su jefe
de ejército; ha salvado el promontorio marino, uncido y común a los dos continentes.
Los tálamos, con la añoranza de los hombres, se llenan de lágrimas; todas las mujeres persas, en la ternura
de su duelo, han seguido con nostalgia amorosa el belicoso y valiente esposo, y solas quedan en el yugo.
CORIFEO.
Vamos, pues, persas, y sentados bajo este tejado antiguo, meditemos sabia y profundamente
—la necesidad nos acosa—
examinando la situación de Jerjes rey, nacido de Darío, raza nuestra con el
nombre heredado de sus abuelos. ¿Acaso triunFa el tiro del arco? ¿O ha vencido la lanza con moharra de
hierro?
Pero, mirad, he aquí la madre del rey, mi reina, luz igual a la de los ojos de los dioses; yo me arrodillo. Que
todos la saluden con los homenajes debidos.
(El coro se postra y entra la Reina madre en su carro, seguida de un numeroso cortejo.)
Oh reina, soberana de las mujeres persas, de grácil talle, madre venerable de Jerjes, salve, mujer de Darío.
Compañera
de lecho de un dios de los persas, habrás sido también madre de un dios, si al menos la
ancestral
fortuna no ha desertado de nuestro ejército.
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