Actividad 8
La odisea literaria de un manuscrito
A principios de agosto de 1966 Mercedes y yo fuimos a la o
¿
cina de correos de
San
Ángel
, en la ciudad de
México
, para enviar a Buenos Aires los originales de
Cien años de soledad.
Era un paquete de quinientas noventa cuartillas escritas en
máquina
a doble espacio y en papel ordinario, y dirigido al director literario de la
editorial Sudamericana, Francisco (Paco)
Porrúa
. El empleado del correo puso el
paquete en la balanza, hizo sus
cálculos
mentales, y dijo:
—Son ochenta y dos pesos.
Mercedes
contó
los billetes y las monedas sueltas que llevaba en la cartera, y me
enfrentó
a la realidad:
—Solo tenemos cincuenta y tres.
Tan acostumbrados
estábamos
a esos tropiezos cotidianos
después
de un año
de penurias, que no pensamos demasiado la
solución
. Abrimos el paquete, lo
dividimos en dos partes iguales y mandamos a Buenos Aires
sólo
la mitad, sin
preguntarnos siquiera como íbamos a conseguir la plata para mandar el resto.
Eran las seis de la tarde del viernes y hasta el lunes no
volvían
a abrir el correo,
así
que
teníamos
todo el
¿
n de semana para pensar.
Ya quedaban pocos amigos para exprimir y nuestras propiedades mejores
dormían
el sueño de los justos en el Monte de Piedad.
Teníamos
, por supuesto,
la
máquina
portátil
con que
había
escrito la novela en
más
de un año de seis
horas diarias, pero no
podíamos
empeñarla porque nos
haría
falta para comer.
Después
de un repaso profundo de la casa encontramos otras dos cosas apenas
empeñables: el calentador de mi estudio que ya
debía
valer muy poco y una
batidora que Soledad Mendoza nos
había
regalado en Caracas, cuando nos
casamos.
Teníamos
también
los anillos matrimoniales que sólo usamos para
la boda y que nunca nos
habíamos
atrevido a empeñar porque se
creía
de mal
agüero. Esta vez, Mercedes
decidió
llevarlos de todos modos como reserva de
emergencia.
El lunes a primera hora fuimos al Monte de Piedad
más
cercano, donde ya
éramos
clientes conocidos, y nos prestaron —sin los anillos— un poco
más
de lo
que nos faltaba. Sólo cuando
empacábamos
en el correo el resto de la novela,
caímos
en la cuenta de que la habíamos mandado al
revés
: las
páginas
¿
nales
antes que las del principio. Pero a Mercedes no le hizo gracia porque siempre ha
descon
¿
ado del destino.
—Lo
único
que falta ahora—dijo—es que la novela sea mala.
Apéndice 1
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