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Dédalo llevaba un buen rato llamando
a su hijo, intentando refrenar su ímpetu.
Pero los vientos se habían llevado sus
advertencias cada vez más lejos hasta
desaparecer en la inmensidad de los cie-
los. Ícaro no había oído nada y se había
elevado cada vez más, surcando teme-
rariamente el cielo lleno de júbilo. Ni
siquiera había notado que la cera ca-
liente estaba derritiéndosele en los brazos
y la espalda. No se dio cuenta hasta que
empezó a caer en picada hacia las pro-
fundas aguas del mar. Entonces gritó de
terror. Pero todo sucedió demasiado
de prisa.
..
Dédalo aún seguía volando detrás de Ícaro y pudo ver
cómo su querido hijo se precipitaba en las oscuras aguas del
mar, como un pájaro que ha sido alcanzado por una resortera.
Volvió a gritar, pero el viento se llevó sus palabras. Dédalo
supo que no podía detenerse. Con el corazón roto, siguió vo-
lando hasta las costas de la isla más cercana. Allí, se quitó las
alas y contempló el mar. Su hijo no se veía por ninguna parte.
Abrumado por el dolor, ¿qué otra cosa podía hacer sino derra-
mar amargas lágrimas por el hijo que había perdido?
Y desde aquel día el mar donde cayó el pobre Ícaro lleva
su nombre: el mar Icario.
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Animales fabulosos
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