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SECUENCIA 13
—Papá.
—Qué.
—Dice el alcalde que si le sacas una muela.
—Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la dis-
tancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio
cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
—Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando
lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
—Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón
donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de
varias piezas y empezó a pulir el oro.
—Papá.
—Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
—Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremada-
mente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró
del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la
mesa. Allí estaba el revólver.
—Bueno —dijo—. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puer-
ta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde
apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla iz-
quierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía
una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos
marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la
gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
—Siéntese.
—Buenos días —dijo el alcalde.
—Buenos —dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apo-
yó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor.
Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una
vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera
con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con
un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuan-
do sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó
los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz.
Después de observar la muela dañada, ajustó la man-
díbula con una cautelosa presión de los dedos.
—Tiene que ser sin anestesia —dijo.
—¿Por qué?
—Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
—Está bien —dijo, y trató de sonreír. El dentista
no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cace-
rola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua
con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después
rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a la-
varse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar
al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas
y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se
aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza
en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero
no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca.
Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
—Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandí-
bula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró
hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a
través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su do-
lor, que no pudo entender la tortura de sus cinco no-
ches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoro-
so, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas
el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio
un trapo limpio.
—Séquese las lágrimas —dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el
dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfon-
dado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e
insectos muertos. El dentista regresó secándose las
manos. “Acuéstese —dijo— y haga buches de agua de
sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un
dis-
plicente
saludo militar, y se dirigió a la puerta estiran-
do las piernas, sin abotonarse la guerrera.
—Me pasa la cuenta —dijo.
—¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a tra-
vés de la red metálica.
—Es la misma vaina.
displicente:
desgana-
do, sin mucho ánimo.
Es la misma vaina:
es
lo mismo, es igual.
Gabriel García Márquez. “Un día de éstos” en
16 cuentos
latinoamericanos
. México: CERLAC/ UNESCO, Promoción
Editorial Inca, 2005.