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Cuando las hermanas volvieron del
baile, Cenicienta les preguntó si se habían
divertido tanto como la noche anterior
y si había vuelto la bella desconocida. Le
contaron que sí, pero que había esca-
pado al sonar las doce campanadas de la
medianoche; que en su precipitada hui-
da había perdido una de sus zapatillas de
cristal, que era preciosa; que el hijo del rey
la había recogido y no había dejado de
observarla el resto del baile, y que no ca-
bía duda de que estaba muy enamorado
de la hermosa dueña.
Y todo esto era verdad, puesto que días más tarde, el prín-
cipe mandó a anunciar a toque de trompeta que se casaría con
aquella doncella a quien le calzara perfectamente la pequeña
zapatilla de cristal.
Se la probaron las princesas, las duquesas, las condesas y
todas las damas de la corte. Pero a ninguna le calzó la pequeña
zapatilla. El príncipe ordenó, entonces, que todas las donce-
llas de la comarca se la probaran.
Los lacayos del rey llevaron la zapatilla de casa en casa.
Cuando llegaron a casa de Cenicienta, las dos hermanas hicieron
lo imposible para que el pie les entrara, sin poder conseguirlo.
Entonces Cenicienta, que estaba mirando, preguntó:
—Y yo, ¿podré probármela?