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mayor, donde fuera que hubiera ido ésta,
y que después también volvería cargada
con grandes y enigmáticos libros.
Luego estaba él, y tras él sus dos her-
manos pequeños, Brahim y Naisma. Kori
tampoco conocía sus nombres: sólo unos
movimientos confusos de labios que aún
no había logrado aprender.
Brahim y Naisma tenían siempre
mocos en sus narices y en sus labios,
se pegaban todo el rato entre ellos, y
su madre los castigaba a los dos. Cuan-
do se enfadaba mucho, que era casi
siempre, señalaba fuera de la
jaima:
de-
cía algo con la boca muy abierta, y los
dos niños se iban llorando.
Kori acabó de comer sus lentejas y
salió al patio. Miró hacía los lados y no
vio a su madre ni a su hermana mayor,
ni tampoco a los dos pequeños. Encon-
tró las tijeras viejas con las que su ma-
dre cortaba la hierba, y escogiendo las
briznas de una en una, cada una de un
sitio para que no se notara su falta, fue
formando un puñado en su mano.
Cuando acabó, dejó las tijeras en el
mismo sitio donde las había encontra-
do y miró la pequeñísima plantación de
cebada; nadie se daría cuenta. Metió la
mano con el puñado de hierba debajo
de su camisa y se fue hacia los corrales.
En el camino, no hizo caso a nadie.
Vio a otros niños jugando, pasó bastante
cerca de un partido de futbol e incluso
esquivó una piedra que casi lo rozó. Los
niños del campamento solían lanzarle
piedras, y si él se enfrentaba con ellos,
le pegaban y lo tiraban al suelo, se lle-
vaban un dedo a la sien, lo señalaban y
se burlaban de él.
Esta vez no hizo ni caso. Apretó el
paso y siguió, sin volverse siquiera.
Cuando Kori llegó al corral de la
camella y su hijo, éste levantó la cabeza y
se acercó a la reja, emitiendo un rugido.
Kori no lo podía oír, puesto que era sor-
do, pero se le iluminó el rostro cuando
vio que Caramelo se le acercaba. Movió
sus labios pensando que con aquellos
movimientos le decía: “Toma, Carame-
lo, te traigo cebada”.
Caramelo movió también los su-
yos y acercó aún más el morro a la reja,
oliendo el puñado de hierba que Kori le
ofrecía. Mordió las puntas, las masti-
có, y de inmediato estiró el cuello para
conseguir más. Kori dejó que se llevara
todo el puñado.
Caramelo se quedó, un buen rato,
masticando con placer aquella jugosa
hierba. Para Kori, el movimiento de su
boca quería decir cosas como “está buena
la ceba da”, “su color es verde brillante”,
“sabe a rocío”…
Ésas eran, para Kori, las palabras de
Caramelo.