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Para Kori, Caramelo era el amigo
que no había tenido nunca. Con él tra-
taba de hacer lo que creía que hacían
los demás: pensaba lo que iba a decir,
movía los labios para comunicarle a
Caramelo aquellos pensamientos, y Ca-
ramelo contestaba moviendo los suyos.
Al principio, le costaba entender lo
que decía el
huar
pero, poco a poco, lo fue
logrando.
Kori trataba de leer en sus labios, y
creía que Caramelo le hablaba del de-
sierto, de cuánto le gustaría estar ahí,
donde había hierba verde por todos la-
dos, y cientos de camellos, y fogatas
junto
a las
jaimas
, y otros
huars
con los
que jugar.
Todo eso, le decía Caramelo a Kori,
se lo había contado su madre.
La madre de Caramelo había vivido
en el desierto muchos años, con un reba-
ño de más de cuarenta camellos, y juntos
habían recorrido muchos kilómetros,
muchos, en compañía de hombres, muje-
res y niños, trasladando el campamento
detrás de las lluvias, que significaban
más pasto.
Caramelo le contaba aquello a Kori
con frases maravillosas, con descripciones
que hacían soñar a Kori y que le hacían
pensar en palabras dulces, palabras de
Caramelo.
Kori no sabía lo que era una poesía.
Los saharauis aman la poesía y se re-
citan unos a otros poemas bellísimos.
Pero Kori era sordo y no podía escu-
charlos. En su mente, ni siquiera existía
la palabra
poesía
, porque en su mente
no existían las palabras. Sólo las ideas.
En su imaginación, sin embargo, escu-
chaba a Caramelo decir cosas así:
Los hombres serios del cielo
con sus mecheros encienden,
cuando la noche se extiende,
farolitos de hielo.
Algunos niños de la escuela espe-
cial a la que iba Kori cada día, apren-
dían a…
…E ²RIBIR. Kori no sabía muy bien qué eran aquellos sig-
nos que otros niños aprendían a dibujar en sus cuadernos, pe-
ro veía a la maestra trazando líneas, como dunas, en el pizarrón.
Y los niños los copiaban, y luego los leían, moviendo los
labios despacio.