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El sol asomó por el este como un brase-
ro enrojecido por el fuego, y el desierto se
encendió. Sombras rosadas, pero sombras
en la nada. Ni un árbol, ni un poco de
hierba, nada. Una vasta desolación, una
ausencia infinita.
Kori miró a Caramelo, pensó: “¿Ha-
cia dónde vamos?” y movió los labios.
Caramelo movía los suyos, rumiando
incansable. Sus ojos parecían cansados.
Kori leyó en ellos: “Sígueme”.
Kori no podía saber que un camello
cuya madre bebió en un pozo conserva
una memoria escondida sobre la direc-
ción que debe seguir para llegar al pozo.
Caramelo tampoco lo sabía, pero algo en
su mente le decía: “Hacia allí, hacia allí”.
Y Kori le seguía.
Al despertarse con la luz del sol que
iluminaba la
jaima
, la madre de Kori
se levantó con dificultad. Tenía tantas
cosas que hacer… Pasó por encima de
los cuerpos envueltos en mantas de sus
hijos, pero no se dio cuenta de que la
manta de Kori no cubría ningún cuerpo.
Fue a la cocina y se puso a cortar pan,
después de verter un poco de aceite en
un cuenco de loza. Al hacerlo, vio que
había poco pan, apenas para seis o sie-
te rebanadas, pero sólo cuando llamó
a sus hijos para el desayuno descubrió
que faltaba Kori.
—¿Y Kori?
—Durmiendo —dijo la mayor de
sus hijas.
—Despiértalo.
La niña volvió con una expresión de
sorpresa.
—No está.
Al principio, Mahfuda quiso creer
que estaría cerca, que se habría desperta-
do pronto y habría salido para ir a hacer
sus necesidades en el retrete común. Y,
cuando media hora después no había
vuelto, pensó que habría ido a los corra-
les a escribir en su cuaderno, como hacía
desde que había aprendido.
El sol ya se había despegado del ho-
rizonte. Mahfuda fue caminando hacia
los corrales, pero pensar en la falta del
pan en la cocina comenzaba a causarle
una gran angustia. Y al llegar a los co-
rrales, la verdad se le reveló como un
mazazo: Kori no estaba junto al corral,
ni tampoco Caramelo estaba dentro.
—¡Se fueron!
Cuando el tío de Kori supo lo que
había pasado, fue corriendo a la
jaima
de
uno de los hombres serios que tenía unos
prismáticos.
Luego, subió a la colina y recorrió
la desolada planicie mirando a través
de ellos.
—Ni rastro —musitó.
Esa palabra, rastro, sin embargo, le
dio una idea. Bajó de la colina y se dirigió