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a los corrales. No tardó en encontrar las
huellas de Kori, junto a las de Caramelo,
alejándose del corral en dirección a la coli-
na, casi por donde él mismo había venido.
Las siguió, y rodeó el pequeño pro-
montorio por su lado sur, hasta que
comprobó que se perdían en un vasto
campo de piedras calcinadas. Desde allí,
volvió a enfocar los prismáticos, barrien-
do el horizonte.
—Nada —murmuró una vez más,
abatido y preocupado.
No fue fácil encontrar a alguien que
tuviera un Land Rover dispuesto para
salir a la hammada, en busca de Kori.
Unos estaban averiados, otros no tenían
bastante combustible…
Ya era mediodía cuando el tío de Kori
logró encontrar a Chej, un buen amigo,
siempre dispuesto a echar una mano a
quien fuera, y que tenía el coche a punto.
Chej se ajustó el turbante y encendió
el motor del coche.
—¿Hacia dónde?
—Hacia el sur.
Pero los caminos del sur son infi-
nitos. Ahmed, mientras recorrían los
primeros centenares de metros, recordó
los versos de un joven poeta saharaui,
Limam Boicha: