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Siete
Entre los dos comprobaron que lo que se
aproximaba era otra gran canoa, muy parecida
a la de Itzá, que poco a poco se fue acercando
hasta quedar junto a la del abuelo.
Los hijos y las esposas de los hijos, los
nietos y los animales se amontonaron a em-
pellones para asomarse por las ventanas.
Durante un instante, todo quedó en repo-
so. No se oyó volar ni una mosca tse-tse.
El ruido de una ola al chocar contra los maderos de la gran
canoa interrumpió el silencio. Entonces se escuchó el chirrido
de una ventana al abrirse.
Un hombre grande, muy gordo, se asomó por ella. Pujaba
para sostener su enorme barriga sobre el marco de la ventana.
Itzá pensó que parecía haberse pintado la piel con tizne, pues
era oscuro como una pantera y tenía el pelo rizado y canoso. Se
trataba de otro viejo. Durante un largo rato nadie se atrevió a pro-
nunciar palabra.
Resoplando y haciendo muecas de impaciencia, el hombre os-
curo salió a la cubierta de su barco para acercarse lo más posible
a Itzá. Los viejos se miraron con recelo, como los animales cuan-
do aprenden a reconocerse.
—Y tú, ¿por qué estás tan descolorido? —preguntó brusca-
mente el hombre negro.
—Así soy —respondió Itzá mirándose la piel
de los brazos, desconcertado—. Y tú, ¿por qué es-
tás pintando con tizne? —se atrevió a preguntar.
—No estoy pintado con tizne. Así soy —res-
pondió el hombre soltando una sonrisa bonachona
y amable que hizo a Itzá sentirse en confianza.