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Sin resistir más la tentación, los dos
viejos se tocaron.
—¿Quién eres? —preguntó Itzá, lue-
go de que hubo observado por un largo
rato al recién llegado.
—Soy Madú —respondió el hombre
negro—. Y en mi barca traigo a mi familia
y a los animales.
—¿A los animales? ¿De qué hablas?,
¡a los animales los traigo yo! Así me lo
ordenó El que Todo lo Sabe. Dijo que
yo guardara a los animales —declaró
Itzá resuelto.
—Bueno, pues resulta que yo también los traigo —agregó
Madú alzando los hombros—. De la misma manera me lo pi-
dió mi Señor que también todo lo sabe. “Subirás dos de cada
clase a vivir contigo”, me ordenó.
—Extrañas órdenes. Es que ya está viejo y a los viejos se
les ocurren locuras —exclamaron los dos a un tiempo mien-
tras miraban resignadamente hacia el cielo. Asombrados, los
abuelos se miraron uno a otro como si reconocieran de pronto
las semejanzas que había entre ambos.
—¡Vaya pues! —dijo Itzá—. Ahora sí que todo esto me
resulta confuso.
—Sí que lo es —agregó Madú con voz ronca—. ¿Para qué
habría de querer mi Señor que duplicáramos la carga de elefan-
tes o de rinocerontes que ya de por sí es bastante pesada?
—¿De ele qué? —interrogó Itzá perplejo.
—¡Elefantes! ¿Qué tú no traes elefantes? No pudiste ha-
berlos olvidado. Es difícil echar en saco roto a un elefante.
—No creo haber olvidado a ningún animal —declaró Itzá,
mientras hacía en su mente el recuento de su zoológico.