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Un joven, Leovardo Santiago Flores, arroja naranjas en
noviembre, cuando éstas abundan, y sandías y piñas en
julio. Una mujer encorvada, María Luisa Mora Martín, de
más de 100 años de edad, se vio reducida a comer la
corteza de su árbol de plátanos durante la Revolución
Mexicana. Ahora, se esfuerza para llenar con sus manos
nudosas bolsas con tortillas, frijoles y salsa para que su hija,
Soledad Vásquez, de 70 años, pueda correr por la pendiente
rocosa y lanzarlas con esfuerzo hacia el tren.
“Si tengo una tortilla, doy la mitad”, señala uno de los que lan-
zan la comida. “Sé que Dios me dará más”.
Otro indica: “No me gusta pensar que yo he comido y ellos no”.
Y otros afirman: “Ver a esta gente conmueve. Conmueve a
uno. ¿Se puede imaginar todo lo que han recorrido?”
“Dios dice: cuando te vi desnudo, te vestí. Cuando tuviste
hambre, te di comida. Eso es lo que Dios enseña”.
“Hace bien dar algo que ellos tanto necesitan”.
“Es que cuando me muera, no podré llevarme nada. Así es
que ¿por qué no voy a dar?”
“¿Y si algún día nos pasa algo malo a nosotros? Tal vez
alguien nos dará una mano”.
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