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Las vías, que en este tramo
están mejor
cuidadas, comienzan a subir una pendiente. El aire se
vuelve más fresco. El tren pasa entre cañas de bambú de 60
pies de altura. Atraviesa un humo blanco y hediondo que
proviene de una fábrica de la corporación Kimberly-Clark.
Esa planta se dedica a convertir bagazo de la caña de
azúcar en pañuelitos Kleenex y papel higiénico.
En Orizaba cambia la tripulación del tren. Enrique le pide a
un hombre que está parado cerca de las vías: “¿Podría
darme un peso para comprar comida?” El hombre le pregun-
ta sobre las cicatrices que tiene, producto de una golpiza
que le dieron a bordo de un tren hace poco más de una
semana. Luego le da 15 pesos, aproximadamente $1.50
dólares.
Enrique corre a comprar un refresco y queso para comer con
sus panecillos. Mira hacia el norte y ve la nieve sobre el Pico
de Orizaba, la cumbre más alta de México. A diferencia de
las calurosas y húmedas tierras más bajas, aquí va a hacer
mucho frío, especialmente de noche. Enrique se pone a
mendigar y consigue dos suéteres. Antes de que el tren
salga, corre de vagón en vagón buscando en los huecos de
los extremos de las tolvas, donde los viajeros a veces tiran
ropa. En uno encuentra una manta.
Cuando el tren comienza a moverse, Enrique comparte el
queso, el refresco y los panecillos con otros dos muchachos
que también se dirigen a Estados Unidos. Uno tiene 13 años
y el otro tiene 17. En silencio, Enrique vuelve a agradecer
los panecillos a los que le arrojaron comida.
Disfruta con la camaradería: la forma en que los viajeros se
cuidan unos a otros, cómo trasmiten lo que saben, cómo
comparten lo que tienen. Esta camaradería a menudo es la
diferencia entre la vida y la muerte. “Si fuera solo, podría ir
más rápido al norte”, piensa Enrique, “pero quizá no
llegaría”.
Las montañas se vislumbran cada vez más cercanas. Enrique
invita a los dos muchachos a compartir su manta. Juntos
mantendrán mejor el calor. Los tres se apretujan sobre el
techo de una tolva, entre una rejilla y una abertura. Enrique
se hace una almohada con harapos. El vagón se mece y se
duermen con el ritmo suave de las ruedas.
El tren entra en un túnel, el primero de 32 en las Cumbres de
Acultzingo. Afuera brilla el sol y adentro es tan oscuro que
los viajeros no pueden verse las manos. Gritan: “¡Ay! ¡Ay!
¡Ay! ¡Ay!” Y esperan el eco. Enrique y sus amigos siguen
durmiendo. De vuelta a la luz de día, el tren avanza pegado
a una ladera. Abajo hay un valle repleto de campos de maíz,
rábanos y lechuga, cada uno de un tono distinto de verde.
El Mexicano es el túnel más largo. El tren pasa ocho
minutos sumergido en la oscuridad del túnel. Un humo
negro envuelve los techos de los vagones. El humo quema
los pulmones y hace arder los ojos. Enrique cierra los ojos,
pero la cara y los brazos se le tiñen de gris. Sale de su nariz
un tizne negruzco. Los maquinistas temen al Mexicano. Si la
locomotora se recalienta, tienen que parar el tren. Los
polizontes se abalanzan hacia los arcos de salida para
respirar el aire limpio.
FRAGMENTO 2
Las montañas