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SECUENCIA 11
se fue, para avisarme que no iba a venir
porque estaba muy difícil el cruce”, cuen-
ta en su casa de Chalco. “Yo tenía muchas
ilusiones de que ahora sí íbamos a estar
todos juntos, como antes, pero ni modo.
Ya será otra vez”.
Fue una Navidad “tristona”, confiesa
Doña Amalia, porque el dinero que
mandaron sus hijos para preparar la
cena de Nochebuena se gastó en la
reparación de la máquina torti-
lladora que su esposo compró
hace unos meses, y que la sema-
na pasada “se amoló”.
No hubo pescado ni re-
voltijo, los platillos que solía
cocinar por estas fechas. El
dinero alcanzó para unos
cuantos jarros de ponche con
piquete
que la pareja compartió
con sus vecinos.
Pero ni la fogata que encendieron a
mitad de la terregosa calle donde viven les ca-
lentó el ánimo.
Se acostaron temprano.
Las cifras oficiales indican que un millón 500 mil
mexicanos cruzaron la frontera para pasar con sus fa-
milias las fiestas de fin de año, una cantidad menor a
los 2 millones 500 mil que en 2001 regresaron al país.
Muchos volvieron a México ante el clima de perse-
cución que se desató tras el ataque terrorista a las Torres
Gemelas de Nueva York, lo cual endureció aún más la
vigilancia en la línea fronteriza con México. Muchos de
quienes en el 2001 viajaron a nuestro país no pudieron
regresar, o lo consiguieron con serias dificultades.
Por eso es que, en la Navidad pasada, el número de
mexicanos que prefirieron quedarse fue mayor, entre
ellos Juan Carlos, Javier y José Manuel Hernández Bo-
nola, los hijos de Amalia y Heriberto.
La fiesta empezaba temprano
Como a las cuatro se destapaban las primeras cervezas
que daban pie a la música, a todo volumen, en el radio
de la familia.
A las seis se quemaban los primeros co-
hetes y de ahí para adelante “los mucha-
chos no paraban hasta la cena”, recuerda
Amalia.
Luego, después de brindar a media-
noche, todos salían a la calle para pla-
ticar con los vecinos. “Era un relajo,
venían muchos chavos a jugar con
mis hijos”, cuenta Heriberto. “A
veces nos amanecíamos con las
amistades”.
Todo cambió el 31 julio de
1998, cuando Juan Carlos se
fue al norte.
“Yo tenía la idea de irme
y ganar unos centavos, pero
él me decía: “mira, mejor me
voy yo que estoy nuevo y
aguanto más”, recuerda He-
riberto. “No estaba muy con-
vencido pero lo dejé ir”.
Juan Carlos tardó un periodo de 15 días
en llegar a la ciudad de Nueva York, donde lo
esperaba un antiguo compañero de la escuela
secundaria que le consiguió trabajo en una tintorería.
Luego se fueron sus hermanos, la esposa de Juan Ma-
nuel y Teresa, la novia de Juan Carlos.
Heriberto y Amalia se quedaron solos. “No tene-
mos más familia aquí, todos están en Veracruz.”
–Y ahora sus hijos sí querían venir.
–Creíamos que a lo mejor podrían –dice Ama-
lia–. Pero ya ve, con eso de los terroristas, se puso
más difícil.
La familia Hernández Bonola es originaria de Playa
Vicente, un pueblo cercano a Coatzacoalcos, Veracruz.
Hace 25 años emigró a la capital, donde vivió en San
Juan Ixhuatepec, hasta 1984, cuando la explosión de las
gaseras la ahuyentó. Se mudó a Chalco, donde “no ha-
bía nada, ni luz, ni agua, ni drenaje”, recuerda Amalia.
La familia vivía en un par de cuartos de tabique.
Heriberto vendía cloro a domicilio, pero el dinero
no era suficiente.
Por eso pensaba en irse al norte. “Pero ya ve, mejor
se fueron los muchachos”.