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Era un cuaderno de ejercicios con
hojas rayadas, en el que ya copiaba frases
de un libro. Fatimetu estaba contenta con
sus progresos. Notaba que Kori amaba la
escritura, y ya lo hacía mejor que otros
niños de la escuela especial. Mejor inclu-
so, pensaba ella, que algunos niños de la
escuela normal, que no sabían lo privile-
giados que eran por tener ojos que veían,
oídos que oían, y bocas que hablaban.
El sol volvía a lucir, y la escuela vol-
vía a estar iluminada.
“Gracias a Dios”, pensó Fatimetu.
Avanzó hacía el pupitre de Kori, se
inclinó por encima de su hombro, y leyó:
El sol y la luna se aman, y por eso se
unen en el cielo.
Fatimetu no podía creer lo que es-
taba viendo. La frase estaba escrita con
algunas faltas, pero se entendía muy
bien:
“El sol y la luna se aman…”
Fatimetu puso el dedo encima de la
frase, y mirando a los ojos de Kori le pre-
guntó, con los dedos de la mano hacia
arriba, de dónde había salido aquello.
No era un ejercicio, y parecía referirse
al eclipse.
“Es verdad —pensó Fatimetu—, la
luna había ocultado al sol, como hacían
los hombres en el baile, cuando levanta-
ban los brazos y con la darráa, una especie
de túnica que visten los hombres en el
Sahara, ocultaban a la bailarina”.
Kori se puso muy serio y escribió en
su cuaderno:
Son palabras de Caramelo.
Fatimetu ya sabía que Caramelo era
un camellito de los corrales. Un día había
acompañado a Kori hasta allí, y Kori le
había dicho, con gestos, que se llamaba
Caramelo, y también le había explicado
que los dos solían hablar, y que Caramelo
era su mejor amigo.
Fatimetu sonrió y acarició la cabeza
de Kori. Ahora, se sentía feliz por haberle
enseñado a leer y a escribir.
El día del eclipse de sol, el día que
Kori escribió
“El sol y la luna se aman”
fue tan sólo el primero. Kori siguió es-
cribiendo frases hermosas, cada vez más
largas, ante el asombro de Fatimetu.
Aquellas frases sonaban, leídas en voz
alta, como los poemas de los viejos poe-
tas saharauis. Al fin y al cabo, se dijo la
maestra, los versos de los viejos poetas
también sonaban dulces, como pala-
bras de Caramelo…
Fatimetu no se lo dijo a nadie, ni si-
quiera al director de la escuela especial.
No lo habrían entendido. Ni ella misma
lo entendía muy bien, y tenía miedo de
que se rieran de ella y de Kori, al que que-
ría cada vez más.
Por las tardes, Kori llevaba al corral
del pequeño camello una hoja de su
cuaderno, escrita con las frases que él