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Ocho
A partir de ese momento, Madú e Itzá
empezaron a hablarse como si fueran
dos viejos amigos.
Con cierto sobresalto, Itzá conoció a
los leones. Se sorprendió ante los elefan-
tes como si hubiera entrado a un sueño
de seres gigantescos, pues todo en la
barca de Madú parecía tener grandes di-
mensiones: el dueño y los animales.
—Tienen trompa de víbora —pensó
Itzá de los elefantes.
—Orejas de hoja de la selva y piel de
roca.
Las jirafas le provocaron tanta felicidad que empezó a reír
con la alegría de un pájaro. Con los avestruces hizo amistad
enseguida. Descubrió maravillado a las cebras y la cornamen-
ta de los antílopes. Acarició conmovido a los camellos que,
según le explicó Madú, habían tenido que traer de los desier-
tos cercanos a la región donde él vivía, de donde habían traído
también fabulosos reptiles, escorpiones, tortugas y tarántulas.
Madú iba hablándole de las costumbres de sus animales,
de sus hábitos y su alimentación. ltzá supo entonces que el
pangolín llora, que los camellos pueden cerrar sus orificios na-
sales para protegerse del viento arenoso, que el topo dorado no
tiene orejas y sabe nadar en la arena para huir del calor, que
las moscas tse-tse transmiten parásitos que producen sueño.