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Diez
Los abuelos contemplaban atónitos la canoa de cristal, cuando
por una de sus ventanas asomó un singular hombrecito ama-
rillo. Como un insecto desde su minúsculo rincón, el recién
llegado observaba extasiado la grandeza del mar infinito y las
barcas vecinas. Al encontrar su mirada con la de los abuelos,
sonrió. Sus ojos se volvieron pequeñas líneas oscuras que mi-
raban con alegría el mundo.
Dando pequeños pasitos de chapulín, casi saltando, el
hombrecito se fue acercando hasta la orilla de su embarcación
para mirar más de cerca a sus compañeros.
—¿Y tú quién eres? —interrogó Madú nervioso.
—Me llamo Eke —respondió el hombrecito mientras incli-
naba cortésmente la cabeza—. A sus órdenes.
El rostro de Eke estaba surcado por muchas arrugas y casi
no tenía pelo. También era viejo y debía ser abuelo.
—¿De dónde vienes? —consultó Itzá, sintiéndose cada
vez más confiado.
—De la región de los hielos —contestó Eke—. Mi familia,
los animales y yo venimos en esta barca que ordenó construir
mi Señor, El que Todo lo Sabe.
—Así que a ti también te pidió lo mismo tu Señor. Así que
no sólo fuimos nosotros dos —dijo Madú con un gesto de
sorpresa.
—¿También ustedes recibieron ese mandato? —preguntó
extrañado Eke.
—También…, también… —respondió Madú, y habló de la
historia de su barca y la de Itzá, de las órdenes que habían re-
cibido cada uno por su parte y de los animales que traían.