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Eke asentía con la cabeza constantemente y sonreía como
si en su interior estuviera hablando con su Señor, como si se
diera cuenta de que todo aquello no era más que la prueba
de que, tal como Eke pensaba, Él ya estaba viejo y a los viejos se
les ocurren locuras.
—¿Y de qué construiste tu barca?
—preguntó Itzá, una vez que Madú hubo
terminado con su explicación.
—De grandes bloques de hielo de los
que hay en mi región —replicó Eke—.
Las suyas están hechas de troncos, pero
allá donde yo vivo es muy difícil encon-
trarlos. ¿Que ustedes no conocían el hielo?
—Nunca lo habíamos visto —dijo
Itzá— ¿De qué está hecho?
—Pero si no es más que agua endure-
cida. Cuando hace mucho frío el agua se
vuelve hielo —explicó Eke.
—Con razón —concluyó Itzá—. Como
en mi tierra nunca hace mucho frío.
—¿Y ahí dentro traes a tus animales?
—consultó Madú, que empezaba a per-
der la calma.
—Sí.
—¿Podemos conocerlos ahora mismo?
—Con sumo gusto —respondió Eke
con elegancia, mientras volvía a asentir
muchas veces con la cabeza.
—Mi barca es la suya.