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Once
Lo mismo que por fuera, la barca de Eke era blanca por dentro.
Blanca y helada. Eke y los animales estaban muy bien cubiertos
con gruesas pieles. A ltzá y Madú, en cambio, les castañea-
ban los dientes. La esposa de Eke, chiquita y sonriente como
su marido, les prestó abrigos. Ese día Madú e ltzá conocieron
a los pingüinos.
—Mis pájaros bobos —los llamó Eke,
mientras acariciaba su gruesa piel y los
pingüinos agachaban la cabeza.
Los abuelos se sorprendieron ante
las focas, animales echados perpetua-
mente. Tocaron los bigotes de la morsa
y se extasiaron con los osos blancos y los
toros almizcleros.
Eke les habló por primera vez de
la nieve.
—Yo, en cambio, vengo de un lugar
donde todo es verde —dijo Itzá.
Madú imaginó silencioso las grandes extensiones de
terreno blanco. Recorrió con su vista, como un águila en vue-
lo, los paisajes helados y solitarios. Se figuró que trepaba a
las montañas brillantes de hielo y veía a una familia de osos
polares. Madú tuvo frío. Eke sonrió. Habló de las cuevas que
sus animales construían para defenderse del frío; de la liebre
ártica que tiene orejas pequeñas para ahorrar calor; del armiño
y el zorro que cambian el color de su piel de verano para ves-
tirse de blanco como el paisaje en invierno.