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Trece
Los días pasaron. Las familias de los cuatro
abuelos se habían hecho muy amigas. Se visi-
taban, intercambiaban alimentos, platicaban
de sus costumbres, se ayudaban con el trabajo
doméstico y el de sus animales.
Todo parecía estar en orden. Había mucho
qué hacer y era muy divertido. Sin embargo,
los cuatro abuelos parecían pensativos y silen-
ciosos pues empezaban a extrañar sus tierras,
y se preguntaban si ya sería el tiempo de re-
gresar a casa.
Al ver a sus compañeros cabizbajos,
Noé propuso una reunión y los cuatro pa-
triarcas decidieron que cada uno enviaría
una de sus aves para que volara rumbo a su
tierra. Ellos esperarían su regreso. Si las
aves volvían con una rama seca, ésa sería
la señal de que el agua había descendido y
todos podían volver a casa.
—Enviaré una paloma —dijo Noé.
—Yo a un tarmigán —agregó Eke.
—Enviaré a un tejedor —propuso Madú.
—Y yo a un quetzal —estaba diciendo
Itzá, cuando se escuchó un extraño grito.
—¿Quién vive? —preguntó una voz chi-
llona que a ninguno de los viejos les sonó
familiar.
—¿Otro más? —se preguntaron los abue-
los al unísono, pues aquella voz no podía ser
más que la de alguien recién llegado.