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Al poco tiempo, Margarito ya 
estaba harto de ellos. Entonces 
se acordó de que los duendes 
son muy orgullosos, de que 
siempre presumen de cumplir 
lo que se les pide. Con eso en 
mente, se le ocurrió algo que a lo 
mejor lo libraba de esos duendes 
encimosos. Y puso manos a la 
obra, que al fin peor sería no 
hacer nada.
—Oigan, monigotitos —les 
dijo Margarito—, vayan al charco 
que está más allá de la milpa 
y traigan agua para llenar la pila.
Lo importante no era la 
distancia entre el charco y la 
pila, sino que Margarito les dio 
unos cedazos para traer el agua. 
El caso es que los duendes se 
fueron muy campantes, cada 
uno con su pedazo de tela. 
Y por supuesto, no pudieron 
traer nada, ya que cargaban el 
agua y el líquido se escurría por 
el tejido de la tela. Cada que 
llegaban a la pila, ya no tenían ni 
una gota que echar.