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En todo Tepanyaco causó gran agrado la orden real, pero, a pesar del encierro de la princesa, los jóvenes 
guerreros y nobles seguían rondando sin descanso el palacio del anciano Magizcatzin, ansiosos de 
contemplar, aunque fuera a distancia, el bello rostro de la malvada Quiahualoxóchitl.
Al principio, la princesa pareció resignarse a su encierro, pero no tardó en cansarse y sobornar a sus 
custodios, logrando llegar secretamente al palacio de Chechimical, señor de Zocotlán, a quien pidió que 
la vengara del supuesto ultraje recibido por parte de su enamorado, el guerrero Azayactzin, quien según ella, 
la había calumniado frente al rey.
Chechimical creyó todo lo dicho y retó a muerte al joven Azayactzin, hijo predilecto del sacerdote Iyac, quien 
aceptó valientemente el reto. Días después tuvo lugar el encuentro, en donde murió Azayactzin; 
al enterarse Iyac de la muerte de su hijo, pidió justicia divina. El dios, convencido de que era justo castigo 
para la princesa, convirtió a Quiahualoxóchitl en culebra chirrionera.
Aun así, los jóvenes seguían sin poder evitar la crueldad de la princesa, ya que en caminos y bosques les 
salía al paso para atormentarlos. El asustado pueblo pidió a su dios que descubriera el modo de defenderse 
de la princesa, y éste les aconsejó que usaran contra ella un látigo y con pasos de danza la abatieran 
a golpes.
Y desde aquellos tiempos hasta nuestros días, se baila la Danza de la Culebra, que conforma un bello 
exponente de nuestro folclor.
Leyendas prehispánicas mexicanas, 
Panorama Editorial
,
1988.
El tlacuache y el coyote (leyenda tlaxcalteca) 
Un día un tlacuache se encontró a un coyote que estaba al pie de un cerro. “¿Qué haces ahí, buen amigo?”, 
le preguntó el tlacuache. “Aquí estoy, deteniendo el cerro porque se quiere caer, ¿no quieres ayudarme?” 
“Con mucho gusto”, dijo el tlacuache.
“Bueno, pues espérame, yo iré a buscar lo que hemos de comer y tú quédate aquí deteniendo el cerro, no 
lo vayas a soltar porque se caerá sobre ti.” El coyote se despidió y se fue; pero como el coyote se tardaba 
mucho y el tlacuache ya se había cansado, se dijo: “¡Voy a soltarlo aunque se caiga, tengo hambre y voy a 
comer!” Soltó el cerro y se escapó corriendo; a lo lejos se detuvo y vio que el cerro estaba parado y no 
se caía, se enojó y dijo: “¡Voy a buscar al coyote para matarlo, para que así nunca me vuelva a engañar!” 
Y se fue.
Al llegar junto a un árbol, vio al coyote y le dijo: “Tú me engañaste diciéndome que el cerro se iba a caer y 
que tú lo estabas deteniendo, allí me dejaste diciéndome que ibas a traer la comida, como no volvías, solté 
el cerro y no se cayó, y ahora me las vas a pagar.”
El coyote respondió: “No soy yo el que te engañó, tal vez ha de haber sido un coyote que por allí pasó 
corriendo; no te enojes, mira, mejor ven a comer chirimoyas.” “Pero no puedo subirme”, dijo el tlacuache, 
“aviéntame una”. El coyote le aventó una madura y sabrosa y el otro se la comió. “Está muy sabrosa”, dijo 
el tlacuache, “aviéntame otra”; entonces, le aventó una muy dura que se le atoró en la garganta.
El coyote se fue corriendo y el tlacuache se quedó tirado en el suelo, vinieron unas hormigas y le quitaron 
la chirimoya, entonces, se levantó y se fue siguiendo al coyote. Lo encontró comiendo tunas y le dijo 
muy enojado: “¿Por qué me aventaste una chirimoya que no estaba madura?”. “Yo no fui”, dijo el coyote, 
“yo acabo de llegar aquí, mira, no te enojes, mejor ven a comer tunas”. El tlacuache dijo: “Pero no puedo 
subirme, aviéntame una.” El coyote le aventó una ya pelada, sin nada de espinas, después le dijo: “Te 
voy aventar otra; abre la boca para que te la comas”; entonces, se la aventó con todo y espinas y se fue 
corriendo. El tlacuache, con la tuna atorada en la garganta, no podía gritar, y allí se quedó tirado hasta que 
vinieron unas hormigas y se la sacaron, luego que pudo se levantó y se fue corriendo a buscar al coyote, 
pero jamás lo volvió a encontrar.
Petra Martínez, 
El coyote y el tlacuache,
2012.